En el libro Moralidad el Rabino Jonathan Sacks, mediante una crítica abrumadoramente minuciosa de la situación actual, y un análisis de sus raíces y causas, afirma que el ser humano no es libre sin moralidad y que no hay libertad sin responsabilidad.
A continuación les presentamos el epílogo de su libro, escrito escasos meses antes de perder la vida, fruto de una larga enfermedad.
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¿Cómo estará configurado el mundo después de la covid-19? Esta cuestión será determinante en los próximos años. ¿Aprovecharemos este momento único para reconsiderar nuestras prioridades o trataremos de recuperar la normalidad lo antes posible? ¿Habremos cambiado o simplemente habremos resistido? ¿Marcará la pandemia un hito de transformación en la historia o solo habrá constituido una interrupción en su continuidad?
Depende de nosotros. Hegel dijo que lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia. Santayana sostuvo, por el contrario, que debemos aprender de la historia si no queremos estar condenados a repetirla. Estoy con Santayana. Si no aprendemos de esta tragedia global, habremos faltado a nuestra esencia como animal con capacidad de aprendizaje. No habremos saldado este desastre global y el próximo nos pillará desprevenidos.
Este libro se escribió antes de que se desatara la pandemia provocada por el coronavirus y fue publicado en el Reino Unido antes de que sus efectos repercutieran a nivel mundial. Conforme se iba propagando, era espectacular la palmaria evidencia que iba cobrando el tema que abordo en el libro: desde hace un tiempo, las democracias liberales de Occidente han concedido una atención excesiva al yo y muy insuficiente al nosotros; una atención excesiva a la búsqueda del yo y muy insuficiente al compromiso con el bien común.
Fuimos testigos del daño que hicieron muchas conductas basadas en el yo, especialmente en los primeros momentos. Cundió el pánico y la gente empezó a arrasar con las compras para llenar las despensas dejando a los ancianos, las personas vulnerables y las más respetuosas frente a los estantes vacíos de los supermercados y de las farmacias, estos últimos desprovistos de algunos de los medicamentos más utilizados.
La gente incumplía las medidas de distanciamiento social y de confinamiento, anteponiendo su propia conveniencia a los intereses de los demás. Cuando el Gobierno italiano anunció el cierre perimetral del norte de Italia, donde se concentraba el mayor número de casos de covid-19 del país, decenas de miles de italianos huyeron hacia el sur para evitar el confinamiento, enfocados en su propia libertad de movimiento e indiferentes al hecho de que podían poner en peligro la salud, incluso la vida, de otras personas.
Sería imposible dar con una prueba más palpable de la incoherencia existente en el corazón del individualismo liberal extremo. Al menos algunos de los que incumplieron las medidas manifestaron que estaban ejerciendo su derecho a la libertad. Pero no podemos ejercer el derecho a la libertad si con ello cercenamos la libertad de los demás. La libertad democrática liberal es colectiva y está sujeta al autocontrol. Una sociedad en la que todos se sientan libres de hacer lo que les plazca no es una sociedad libre. De hecho, no es una sociedad. Es anarquía.
Frente a estos hechos, contrastaba el soplo de inspiración que nos llegaba de las personas dispuestas a trabajar por el bien de los demás: los médicos, enfermeros y demás personal sanitario, los reponedores de supermercados y farmacias, los repartidores y otras personas que muchas veces, poniéndose ellas mismas en peligro, antepusieron el bien común al interés propio, guiadas por un sentido de misión colectiva y no por la obtención de réditos personales. No eran los mejor remunerados de la sociedad. Muchos estaban entre los peor pagados. Sin embargo, su valor para todos nosotros fue extraordinario. Sin ellos no habríamos sobrevivido.
Por otro lado, se desencadenaron por doquier muestras de buena vecindad. En distintos barrios de Gran Bretaña se crearon grupos de WhatsApp para que la gente pudiera enviar mensajes del tipo: «Voy a la compra. ¿Alguien quiere algo?». Nuestra nieta de ocho años, por iniciativa propia, llamó a las puertas de su calle diciendo: «Vivimos en el número 12. Si necesita algo, llame a nuestra puerta». Las comunidades y las congregaciones empezaron a contactar con todo aquel que podían, especialmente con personas ancianas, aisladas y vulnerables, intentando animarlas y ayudarlas a obtener alimentos y medicinas. Los mejores ángeles de nuestra especie rara vez se han manifestado con mayor claridad que en esas tensas y solitarias semanas de encierro.
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En Gran Bretaña la persona que mejor encarnó ese espíritu fue el Capitán Tom Moore, un hombre de 99 años que solo puede caminar con andador. Quería contribuir de alguna manera con el Servicio Nacional de Salud, así que decidió hacer una marcha patrocinada de cien largos en su jardín con ocasión de su 100 cumpleaños. Su objetivo era recaudar 1000 libras esterlinas. A finales de abril de 2020 había recaudado más de 30 millones de libras y, en el proceso, se convirtió en un héroe nacional. Su uso creativo de la adversidad llegó al corazón de todos.
La pandemia ha puesto claramente de manifiesto que la conducta basada en el yo es perjudicial, mientras que la basada en el nosotros es sanadora. También nos ha ayudado a entender las causas del intenso individualismo reinante en los últimos tiempos. En las últimas décadas, los grandes retos que hemos afrontado han sido personales, no colectivos. Pero el virus nos afectó a todos y, para combatirlo, todos debíamos aplicar ciertas medidas de autocontrol en beneficio de los demás.
¿Cuál será el legado de este momento insólito que ha traído consigo tanta enfermedad y muerte, sufrimiento y dolor, aislamiento y distanciamiento, y una recesión económica de una magnitud sin precedentes en casi un siglo? ¿Trataremos de hacer que las cosas vuelvan a ser como antes o entenderemos esta situación como una oportunidad única en la vida para construir algo nuevo? La historia del siglo xx ofrece dos respuestas como alternativa. La primera es el precedente de la pandemia de gripe entre 1918 y 1920, que, según las estimaciones, se cobró hasta cincuenta millones de vidas, entre el doble y el triple de las que supuso la I Guerra Mundial, que acababa de terminar.
Después de ese desastre mundial, la conciencia del nosotros apenas aumentó, si es que lo hizo. En la década de 1920 Gran Bretaña y Estados Unidos retomaron el planteamiento de vida intensamente centrado en el yo de la época eduardiana. Era la época de los locos años veinte, del jazz y El gran Gatsby, de desaforados bailes y más desaforadas fiestas, de gente empeñada en olvidar el pasado en una persistente evasión de la realidad.
Todo ello derivó en la huelga general británica de 1926, la Gran Depresión de 1929, una década de recesión económica, disturbios sociales y miseria generalizada, y el auge del populismo, el nacionalismo y el fascismo. Apenas veintiún años después de «la guerra para terminar con todas las guerras», el mundo estaba de nuevo en guerra. Si no aprendes de la historia, acabas repitiéndola.
Al final de la II Guerra Mundial se respiraba una atmósfera bastante distinta. Esta vez la gente estaba firmemente convencida de que la necesidad de cambio era imperiosa. Había demasiadas desigualdades. Había demasiada pobreza. Surgió un intenso sentimiento de solidaridad social, fenómeno este que se produce a menudo cuando un grupo de personas se siente colectivamente amenazado y en peligro. Fue fraguándose el consenso de que cuando terminara esa guerra la sociedad debía volverse más solidaria, cohesionada y compasiva. Era preciso que las heridas de los años veinte y treinta cicatrizaran.
En Estados Unidos esto desembocó, por ejemplo, en la concesión de prestaciones, de carácter financiero y educativo, a hombres y mujeres que habían estado en el frente, a través de la Servicemen’s Readjustment Act (conocida como Ley G. I. Bill) de 1944. Se promulgó una nueva normativa que regulaba las relaciones laborales, el salario mínimo, la seguridad social, la incapacidad y la prestación por desempleo.
En Gran Bretaña el fruto de ese consenso fue la creación del Estado de bienestar, un sistema de seguridad social universal, independientemente de los ingresos o de la edad. La ley de educación de 1944 impuso el carácter gratuito, obligatorio y universal de la secundaria. En 1948 se fundó el Servicio Nacional de Salud. Fueron estas unas reformas revolucionarias que han transformado a Gran Bretaña desde aquel entonces hasta hoy y que seguramente no se habrían introducido de no haber existido la experiencia colectiva de la guerra. Esto derivó en siete décadas y media de paz y un fuerte aumento de la igualdad entre las clases sociales británicas.
Si hemos de aplicar uno de estos precedentes al futuro posterior a la covid-19, creo que deberíamos escoger el modelo posterior a la II Guerra Mundial, no el de los años que siguieron a la I Guerra Mundial y la epidemia de gripe. Mi esperanza es que salgamos de esta larga noche oscura con un mayor sentido del nosotros en
cinco dimensiones.
Espero que nuestro sentido de solidaridad salga reforzado. Pocas veces, por no decir nunca, se había enfrentado casi toda la humanidad a los mismos peligros y los mismos temores al mismo tiempo. Hemos pasado juntos la misma prueba, una prueba provocada por un virus que no conoce fronteras de color de piel ni cultura, clase social ni credo. Es difícil no sentir la fuerza de las famosas palabras de John Donne: «La muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad».
Espero que seamos más conscientes de la vulnerabilidad humana. Un virus microscópico ha puesto de rodillas a toda la humanidad a pesar de nuestra abundancia, conocimientos científicos y poder tecnológico. Debemos conservar ese sentido de humildad ante la naturaleza y su poder y, por ende, percibir más claramente la urgencia de adoptar medidas colectivas contra el cambio climático, que podría ser la próxima gran tragedia mundial.
Espero que fortalezcamos nuestro sentido de responsabilidad social. Llama la atención que quienes mejor han gestionado su respuesta contra la pandemia (Corea del Sur, Singapur, Taiwán) generan una gran confianza en sus ciudadanos, encomendados a la honradez y el buen hacer de sus gobernantes, y que tienen un marcado sentido del deber cívico, así como de sus derechos. El reto económico de los próximos años puede ser incluso mayor que el que ha supuesto la propia pandemia en el ámbito sanitario, y será el momento de replantearse la idea de los principios morales en el mercado. En un artículo de The Economist («The world after covid-19», 16 de abril de 2020), el exgobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, escribió: «Hemos ido pasando de una economía de mercado a una sociedad de mercado». Eso debe cambiar. «En esta crisis, necesitamos actuar como una comunidad interdependiente, no como individuos independientes, por lo que los valores de dinamismo económico y eficiencia se han unido a los de solidaridad, equidad, responsabilidad y compasión».
Espero que conservemos el espíritu de bondad y vecindad que humanizó nuestro destino durante los meses de encierro y aislamiento, cuando las personas pensaban en los demás, no en sí mismas, viviendo lo que William Wordsworth llamó «la mejor parte de la vida de un hombre, sus pequeños, anónimos y olvidados actos de bondad y de amor». Quienes llevaron a cabo esos actos descubrieron, como casi siempre hacemos, que al levantar a los demás, nosotros mismos nos levantamos.
Por último, espero que de este tiempo de distancia y aislamiento resurjamos con un sentido reforzado de lo que la mayoría hemos olvidado: el nosotros que sucede cuando dos o más personas se juntan cara a cara y el alma conmueve el alma, el nosotros que está en el corazón de nuestra esencia como animales sociales y que nunca podrá ser totalmente reproducido por medios electrónicos, por muy efectivos que sean.
Hegel o Santayana: esta es la alternativa. A medida que el mundo se recupera de la pandemia, podemos trabajar para reconstruir nuestras sociedades tal como eran, o podemos aprovechar este singular momento para mejorar las estructuras de nuestra unión, una unión que había quedado debilitada por el exceso de esa búsqueda del interés propio. Nosotros decidimos, y este es el momento.
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