Escrito por: Javier Molins
Editado por: Susan Guenun
El hombre es el único ser capaz de crear imágenes de forma consciente, lo que comúnmente denominamos «arte», y, al mismo tiempo, el hombre es el único ser capaz de organizar de forma sistemática una gran matanza de miembros de su misma especie. Ambas características humanas se funden en estas páginas, que pretende acercarnos al trabajo que realizaron una serie de artistas en unas condiciones infrahumanas que, en muchas ocasiones, constituían la antesala de su propia muerte.
Este libro surge tras más de diez años de investigación que fructificaron en mi tesis doctoral en Bellas Artes titulada «Investigación y recopilación de los artistas que crearon obras de arte en los guetos y campos de concentración nazis, catalogación de las obras y estudio del estado de conservación de las mismas». Sin embargo, mi interés por el horror del holocausto judío viene de muy lejos, de mi estancia como estudiante en la London Guildhall University, donde, en la asignatura de Sociology of Art, constaté por primera vez que el arte podía ser utilizado como una forma de seducción a favor de una ideología determinada. Ahí es donde descubrí la obra de autores como Leni Riefenstahl o Josef Thorak —caracterizada por la exaltación de cuerpos esbeltos y musculosos— y de qué manera el régimen nazi se sirvió de ellas para reafirmar el nuevo mundo que quería crear. Un nuevo mundo en el que no tenían cabida lo deforme, lo imperfecto, lo grotesco, todo un universo del que se nutría el expresionismo alemán y que fue perseguido y tildado de «arte degenerado» por un régimen que tenía al frente a Adolf Hitler, un pintor aficionado de paisajes que suspendió en dos ocasiones el examen de ingreso a la Academia de Bellas Artes de Viena.
Un régimen que consiguió seducir a gran parte de una sociedad culta, como era la alemana, que sucumbió a una puesta en escena de banderas, uniformes y desfiles inspirados en el antiguo Imperio romano, y que desembocaría en la Segunda Guerra Mundial y la Solución Final, consistente en el intento de exterminio de la raza judía.
Así fue como un régimen que proponía un arte caracterizado por la idealización de unos cuerpos fornidos y musculosos desembocó en todo lo contrario: unas obras de arte que plasmaban con toda su crudeza a unos seres desnutridos y famélicos confinados en unas condiciones infrahumanas en los campos de trabajo, concentración y exterminio.
El afán por documentar los horrores vividos en los campos y en los guetos fue una constante en casi todos los artistas que pasaron por ellos. Hoy en día todos conocemos esos horrores por las fotografías y las películas grabadas por las tropas aliadas al liberar los campos, por las imágenes salvadas de la destrucción por el fotógrafo español y preso de Mauthausen Francisco Boix, por los testimonios de los supervivientes..., pero también por los dibujos realizados por diversos artistas. Ya desde un primer momento, los judíos recluidos en guetos en condiciones infrahumanas contemplaron la labor artística como algo fundamental para registrar esas atrocidades. Por ese motivo, el Consejo de Ancianos del gueto de Kaunas liberó a la artista Esther Lurie de cualquier trabajo que no fuera el de dibujar, con el objetivo de dejar un testimonio de sus duras condiciones de vida. Asimismo, ese objetivo fue el que movió a numerosos artistas a representar las atrocidades cometidas por los nazis en los campos. Una actividad que podía costarles la vida pues estaba prohibida.
Tal y como señala Zoran Music, «era peligroso, pero eso me daba una razón para vivir»1. Tener que retratar ese horror cotidiano también les generó algunos dilemas. Los explicaba muy bien Alexander Bogen: «No dejé caer mi lápiz ni un momento. Un artista condenado a muerte retratando a gente condenada al exterminio. ¿Está limpia mi conciencia? ¿Hice bien en convertir a un madre afligida, a una niña abandonada o a un anciano muriéndose de hambre en modelos de artista?»2. Muchos de estos dibujos fueron utilizados como pruebas en los juicios celebrados tras la guerra contra distintos oficiales nazis al mando de los campos.
Una segunda motivación que experimentaron los artistas a la hora de realizar su trabajo fue escapar de una realidad que cada día se convertía en más insoportable.
Debemos de tener en cuenta que hablamos de personas que se codeaban con intelectuales y personalidades del nivel de los músicos Strauss y Brahms, los poetas Rilke o Cocteau, o el científico Albert Einstein, y que de la noche a la mañana fueron arrancadas de su vida habitual, despojadas de sus pertenencias y recluidas en uno de los lugares más horribles que la mente humana pueda llegar a imaginar.
Yehudit Shendar, que fue conservador de arte del Yad Vashem de Jerusalén, explicaba: «A menudo el impulso de estos artistas era aferrarse a la belleza, incluso en el precipicio de la muerte. Esto les permitía decir que el cielo todavía era azul y las flores estaban floreciendo, a pesar de lo que ellos veían. En algunos casos, esto es lo que salvó a estos artistas de ahogarse en la realidad»3.
A este grupo pertenecerían una serie de obras que evocan paisajes surgidos de la memoria de los presos o detalles que veían tras las alambradas, naturalezas muertas en forma de flores, retratos idealizados de los prisioneros o pinturas abstractas, por citar algunos ejemplos. Zofia Stepien retrató a varias compañeras de Auschwitz con un imagen totalmente idealizada: aparecían con el pelo largo, la cara maquillada y un aspecto saludable, nada que ver con la dura realidad de cabezas rasuradas y rostros demacrados. Así lo razonaba la propia Stepien: «Dibujaba retratos de compañeras prisioneras en los que las mostraba con una luz favorable, intentaba hacer todo más agradable. Lo hacía porque todo era tan feo, gris y sucio que yo quería mostrar algo bonito en los dibujos. En mis retratos, las mujeres eran más guapas, más vivas, y todas
tenían más pelo; no había expresiones trágicas en sus ojos»4.
Sin embargo, con el paso del tiempo, el horror se convertía en algo cotidiano y algunos artistas eran capaces de encontrar la belleza en los lugares más impensables. «La terrible belleza de todos los cuerpos apilados como las ramas de una hoguera, con las manos y los pies que sobresalían. Esa elegancia trágica me fascinaba: la piel era casi transparente, los dedos parecían tan finos, tan frágiles... Los miraba como un sonámbulo que había perdido toda reacción normal, que había aceptado la realidad del campo como si no hubiera otra».
La cita es del artista Zoran Music, a quien recluyeron en el campo de Dachau en 1944, y relata el paisaje dantesco que encontró al llegar allí y que plasmó en los dibujos que pudo realizar de forma clandestina.
Music también pintó por encargo de los oficiales de las SS . Este sería el tercer grupo temático en el que pueden catalogarse las obras creadas en los guetos y los campos.
De hecho, el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau, que custodia las obras creadas en ese lugar, tan solo utiliza dos clasificaciones: arte legal y arte ilegal, siendo el primero el que autorizaron los oficiales nazis, y el segundo el que se llevó a cabo de forma clandestina. Los encargos podían provenir de diversos niveles, pues comprendían desde un guardia que quería que le hicieran un retrato o unos dibujos pornográficos (como le pidieron en Mauthausen al español José Cabrero Arnal) hasta el comandante que quería unos cuadros para decorar su casa. De hecho, el campo de Auschwitz llegó a contar con un museo dentro de sus instalaciones. Estos encargos suponían en muchos casos una ración extra de comida o algún otro tipo de gratificación. A Zoran Music el comandante de Dachau le encargó un retrato suyo, por el que recibió a cambio un muslo de pollo. Tal y como narra el propio Music: «Nunca en mi vida he estado tan bien pagado por un dibujo»5.
Sin embargo, habría una única motivación que podría explicar que un artista se jugara la vida al crear una obra en un gueto o un campo. Los alemanes trataban a los presos como animales. Una actitud que se extendía incluso al lenguaje que utilizaban los nazis. Prueba de ello es la anécdota que cuenta Bertrand Herz, superviviente de Buchenwald, acaecida durante su transporte en tren hasta ese campo. El convoy paró cerca de Dijon y unos franceses les llevaron diversos alimentos, entre los que se encontraba un trozo de jamón.
Los guardias de las SS les dijeron a los ciudadanos: «Die Juden fressen kein Schwein»6 (Los judíos no comen cerdo). Con el matiz de que el verbo «fressen» significa ‘comer’ aplicado a los animales, mientras que «essen» sería la expresión utilizada para la acción de comer realizada por seres humanos.
Ramiro Santisteban, superviviente español de Mauthausen que ha fallecido a los 97 años en París en febrero de 2019, ahondaba en esa idea al afirmar que los guardias tenían prohibido hablar con ellos «para no vernos como personas»7. Y el propio Herz recuerda una ocasión en la que incluso cantó durante su internamiento:
Yo he cantado en el pequeño campo de Buchenwald. A pesar de la miseria, el hambre, la suciedad, el frío, la muerte, hubo, en esa época, de agosto a diciembre de 1944, un
pequeño espacio de humanidad que permitía distraerse8.
Por tanto, la creación artística, la interpretación musical, la lectura, las representaciones teatrales, todo eso que llamamos «cultura» es, al fin y al cabo, una forma de reivindicar nuestra humanidad. Y como decíamos al principio, el hombre es el único animal capaz de organizar el exterminio sistemático de sus semejantes, y al mismo tiempo, el único capaz de crear imágenes.
Noventa artistas lo hicieron ante unos verdugos que solo querían verlos como animales. Esta es la historia de esos artistas que, a pesar del infierno que les tocó vivir, nunca quisieron perder su condición de seres humanos.
1 Catálogo «Zoran Music. Donación». Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM ). Valencia, 2001.
2 Bogen, Alexander. The Revolt. Jerusalén, 1974.
3 Edmund Sanders, «Holocaust art endures at Israel's Yad Vashem Museum», Los Angeles Times,
26 de diciembre de 2010.
4 Catálogo de la exposición «The last expression. Art from Auschwitz», Block Museum of Art Northwestern University, primavera de 2001.
5 Clair, Jean. La barbarie ordinaire. Music à Dachau. Editions Gallimard, 2001.
6 Herz, Bertrand. Le pull-over de Buchenwald. Éditions Tallandier. París, 2015.
7 Jiménez Barca, Antonio. Ramiro Santiesteban: Comíamos berzas y alguna rana. El País. 7 de enero de 2010.
8 Herz, op. cit.